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Para el profano o el que conoce el ajedrez apenas superficialmente es éste un juego abstruso, deshumanizado, en el que dos personas con mucho tiempo disponible ni ningún deseo de conversar hacen cálculos complicadísimos y abstractos como forma sobremanera anormal de entretenerse. Aunque estoy muy lejos de ser un experto en el juego (la verdad es que casi todo el mundo me gana) le tengo mucho cariño y le he dedicado suficiente atención como para haber superado esa opinión del profano. En realidad, creo tener una pequeña idea de lo que podríamos llamar la vida oculta del ajedrez.
Ante todo, es un error considerarlo un juego abstracto, desenraizado de la realidad. Es un juego realista por excelencia, si tomamos como dimensiones fundamentales de la realidad el espacio y el tiempo. En el ajedrez todo sucede en el espacio y a través del tiempo, como en la vida real; sólo que en el juego estas coordenadas son más simples y claras que en la vida real. Pero los axiomas espacio - temporales valen igual: dos cosas no pueden estar en el mismo lugar al mismo tiempo, y el tiempo pasado no puede revivirse. He ahí la primera consecuencia educativa del ajedrez: nos prepara para la seriedad de la vida al mostrarnos en toda su crudeza los límites de la realidad.
Se dice del ajedrez que es un juego lógico; a mí me parece mucho más un juego histórico. Se equivoca quién crea que los elementos o unidades de juego son las fichas, con sus distintas reglas de movimiento. Las unidades elementales del juego son las situaciones, tan ricas y variadas como las situaciones históricas. Saber jugar es saber distinguir situaciones, y poder decidir de manera intuitiva las distintas posibilidades, promesas y amenazas, que la situación entraña. La capacidad de cálculo ayuda, pero sólo como un factor; más importante es la capacidad de memoria y reconocimiento, la capacidad de esperar con propiedad efectos iguales en situaciones parecidas, la capacidad de decidir cuando las situaciones son parecidas.
El ajedrez nos enseña, entre otras cosas, la necesidad del compromiso; si no nos comprometemos de una manera irreversible, mediante ciertas jugadas, nada lograremos. Y el valor del riesgo, que es inevitable: toda movida crea debilidades, que son el precio que pagamos por los beneficios de nuestra mayor movilidad o mejor defensa. No podemos evitar comprometernos ni arriesgarnos; exactamente como ocurre en la vida. El "quid" de la cuestión está en saber comprometerse y arriesgarse inteligentemente.
Pero quizá la enseñanza más valiosa que podemos derivar del ajedrez es la preeminencia de la calidad del juego sobre el resultado del mismo. Al buen ajedrecista no le interesa vencer por vencer. Le interesa vencer a quién y cómo. Le interesa ante todo y sobre todo la calidad de la partida, incluso si resulta vencido. Aplicado a la vida: es la excelencia de nuestro modo de vivir, no los resultados objetivos que consigamos en la vida lo que realmente importa.
Estas reflexiones las ofrezco como modesto estímulo a los organizadores de la competencia internacional de ajedrez que el 17 de octubre se iniciará en San José.
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